Han sido meses de mucho silencio por la cuarentena, en las calles, parques y playas, siendo posible escuchar el canto de las aves durante varias horas del días y los sonidos del mar.
Ello me hizo pensar en los tiempos en que el silencio reinaba en el distrito de Barranco, sólo se escuchaba el canto de las aves y el sonido del mar.
Playa La Pampilla - Miraflores |
Siendo niña, además de obedecer y respetar a mis padres, descubrí en el agua del mar algo inexplicable, algo que me atraía.
Podría ser el color azul de sus aguas, el efecto mientras me envolvía, la inmensidad de sus linderos, los diversos sonidos según el momento, todo ello provoca ser muy feliz sentarme sobre la arena o las piedras, muy cerca a la orilla, para sentir el frescor del agua.
Podría ser el color azul de sus aguas, el efecto mientras me envolvía, la inmensidad de sus linderos, los diversos sonidos según el momento, todo ello provoca ser muy feliz sentarme sobre la arena o las piedras, muy cerca a la orilla, para sentir el frescor del agua.
Las primeras playas que conocí fueron: Barranco en la época que mantenía sus instalaciones de los Baños de Barranco, a la que llegaba gracias al antiguo funicular de la calle Domeyer,
y a la lejana playa (para una niña de 6 años) conocida como La Herradura, en el distrito de Chorrillos, para lo cual era necesario ir en un vehículo automotor, y cambiarse en las incomodas carpas colocadas sobre la arena.
La bravura de la marea de la playa La Herradura motivó que no tuviera deseos de sentarme en la orilla, la fuerza de las aguas me movía, la velocidad con la que llegaba hasta mí: me asustaba, por ello le empecé a temer y decidí que no deseaba volver a aquel lugar, prefiriendo las calmadas aguas de la playa Barranco.
Hacia finales de la década de 1960 descubrí la playa Barranquito, durante mucho tiempo mi segundo hogar, todo se confabulaba para desear vivir ahí por siempre.
Hasta la zigzagueante y sinuosa ladera del tierra del malecón Sousa formaba parte de la aventura, llegar a la pista junto a una gruta de piedra, luego era necesario cruzar los diversos carriles para vehículos automotores - que durante el invierno casi no circulaban, para luego esquivar el inmenso pozo de agua proveniente de los manantiales, y caminar algunos metros de arena para llegar al agua, pero siempre junto al espigón, donde revientan las olas,
versos incluidos en mi poema “Barranco”.
Asidua entre los meses de abril y diciembre, descubrí curiosos sonidos de la naturaleza e infinitos colores en el mar y en el cielo.
Existen voces que aseguran que el viento no suena, pero quizá es porque no han caminado durante un solitario día de invierno por el puente de los Suspiros de Barranco, la cantidad y variedad de melodías que se escuchan es impresionante, en cada uno de sus recodos se oye algo distinto.
Y son esos sonidos los que escuchamos frecuentemente como la clásica garúa, porque esas gotas de agua tienen un especial sonido cuando llegan a la vereda, a las rejas de fierro, a las plantas, a la copa de los árboles, a los muros colindantes, a los cercos de madera y cuando caen sobre nosotros, cada gota produce un efecto distinto, todos con armonía, pero la más imponente, hermosa y diversa es el sonido del agua en la playa, cuando rebota entre sí o en la orilla.
Rugidos, rumbas, acuosos, agudos, graves, silbidos, fragores, chapoteos, secos, bisbiseos, así como el ludir cuando llega a las piedras.
Sonidos modificados por la ubicación de la luna, el momento del día, las embarcaciones cercanas, la vida animal que la habita; los cuales provocan que cambien su velocidad, el timbre, el acento, el ritmo, volviéndose fuerte, tonarte, y furioso, o calmo, solemne y sereno.
Siempre he pensado que el agua tiene vida, decide su ruta, cantidad, color, con quien desea viajar, cuando quiere hacerlo, a que pretende mojar.
Llegar a la laguna, isla, estanque, pozo, río, canal cauce, acequia o al océano, para convertirse en una gigantesca ola, o en una sublime marea, y a veces en la intempestiva resaca.
El agua provoca que se mueva el Planeta Tierra, porque es lo que más existe entre sus linderos, por eso sabe que le pertenece, y la invade, la agita, la ocupa, se instala, la revuelve, la asea, como un acto de defensa.
Pero sobre todo porque es sabio, conoce a cada ser, lo escucha, a veces le canta, o lo ignora, pero en ocasiones lo protege, acompaña junto al viento y al tiempo.
Siempre que necesito un consejo, acudo a la inmensidad del mar, platicando desde cualquier malecón o en la orilla de alguna playa, siento que me escucha y en ocasiones me responde.
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