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domingo, 15 de abril de 2007

El bosque de ESAN


Soy amante de la naturaleza, por residir en un balneario, mi acercamiento a las playas y malecones es prácticamente a diario, hasta que ingresé a estudiar la Maestría en ESAN a tiempo completo.

Durante los primeros meses, era muy difícil poder adecuar mi vida normal con los estudios. Los grupos de trabajo, las lecturas, las investigaciones, todo convergía para que no exista tiempo libre para compartir un momento con la naturaleza, hasta que descubrí el bosque de ESAN.

Me maravillé con su vida silvestre, ardillas, caracoles, algunos roedores, aves de todo tipo y tamaño, abejas, arañas, escarabajos, muchos gusanos de distintos colores, entre otros. Todos esos seres convivían con nosotros, los estudiantes, y casi nadie se daba cuenta, rodeado de maravillosos árboles: pinos, sauces, palmeras, y no sé cuantas otras especies adornaban el paisaje.

Fueron muchos las veces que me senté o eché sobre el césped por unos minutos, poco importaban las arañas y otros insectos, la tranquilidad y paz que sentía al estar en contacto con ellos, me dio mucha fortaleza en los constantes momentos de tensión.

Por ello pensando en esos instantes y en homenaje a los seres vivos, que nos dan vida y nada nos piden, al poco tiempo de culminar los estudios, escribí el poema “Arboles” en homenaje al  hermoso bosque de ESAN.



Otras historias de mi experiencia en ESAN

El destrabador de computadoras

A mediados del mes de marzo del año 1989 se iniciaron las clases del Programa de Maestría en Administración en ESAN, y se nos indicó que debíamos seguir algunos cursos previos al syllabus, y uno de ellos era Computación.

El área de estudio ubicada en ESAN Data, era un salón con casi 60 computadoras,  que constantemente sufrían uno que otro desperfecto, ignoro si por trabajar en línea, o porque los compañeros de estudio la descomponían con la finalidad de obtener los trabajos concluidos, sin que uno lo supiera.

Debido a las constantes fallas de las computadoras, era necesario recurrir al personal que laboraba en dicha área para que nos ayuden a “destrabarlas”.

Debo confesar que todo el personal siempre fue muy atento, en especial, un señor de mediana edad, que siempre andaba en blue jeans y con camisa a cuadros.

Debido a su amabilidad, durante los dos primeros meses de estudio me dirigía a él cuando necesitaba “destrabar” la computadora que utilizaba.


Una mañana, al inicio de la segunda parte del primer ciclo de la Maestría, ingresaron al salón dos señores, ambos con terno, mencionando que serían los  profesores de un curso.

Uno de ellos, luego de presentarse como el Director de ESAN Data, además de informar sobre su capacitación y  varias maestrías y doctorados, se acercó hacia mí y en voz alta dijo “y destrabador de computadoras”.

Luego de ese singular momento, nunca más le solicité se sirva “destrabar mi computadora”.


Cuando se acaban las lágrimas


Decidí estudiar la Maestría en ESAN a los 32 años, mis actividades laborales y profesionales no me permitieron estudiar antes un post grado de ese nivel. Yo ya había cursado varios cursos de un par de meses en la otrora Escuela, todos con muy buenos resultados, casi siempre obtenía las mejores notas, sin embargo, estudiar durante un año a tiempo completo era diferente.

Fue así que decidí postular ante la convocatoria a finales de los años 80, para empezar a estudiar al año siguiente.

Lo que encontré en las aulas fue muchos “números uno”,  jóvenes estudiantes, recién egresados de las universidades, con un promedio de edades de 24 años, mientras que yo, egresada hacía una década y mayor de 30. El primer ciclo fue todo un reto para mí, a pesar de ser una persona con mucho vocabulario, entusiasta de la lectura y conversación, por alguna razón mi participación en clase fue casi nula.

Las voces de mis jóvenes compañeros eran siempre la que predominaba en el salón, yo estaba segura que tenía mejores argumentos para fundamentar tal o cual hecho, mi experiencia laboral de más de 15 años en el sector público y privado lo sustentarían, pero siempre permanecía callada.
Al culminar cada clase, yo pensaba ¿Qué me sucede? ¿Por qué me mantengo en silencio?, y lo único que brotaban de mi rostro eran lágrimas.

Mi desolación motivó que solicitara una cita con el profesor David Ritchie, junto a él se encontraba el profesor Enrique Cárdenas, les comenté mi tremenda angustia de no saber ¿cómo actuar ante tanta presión? Ambos, con una ternura y amabilidad que aún recuerdo con cariño, me orientaron con mucha paciencia, durante casi dos horas me alentaron a continuar con tesón y sobre todo, que en lo posible, dejara de llorar.

Estas líneas son de agradecimiento a ambos profesores, sin sus consejos no sé si hubiera podido continuar, desde ese momento modifiqué mi comportamiento, todo el tiempo participaba en clase, discutiendo con los compañeros o fundamentando mi posición al profesor, y el resultado fue positivo para mí, lo cual se vio reflejado en mis notas.

Debo anotar que cuando fui a visitar al profesor Ritchie, de mis ojos ya no brotaban lágrimas, parecía que se habían acabado, es por ello que a base de ese recuerdo entre clases de la Maestría, escribí este hermoso poema que habla de cuando se acaban las lágrimas, sólo queda suspirar.






Alguien que ignora cómo decir “no puedo”



Mi primera desilusión con el protagonista de esta historia fue en el año 1981, cuando supuestamente sería el profesor del curso Estadística en la Empresa, y el primer día de clase, descubrí a otro docente, el cual felizmente tuvo muy buena didáctica.

La segunda desilusión aconteció a principios del mes de febrero de 1990, por razones de ética, evitaré identificar a las damas que cooperaron conmigo, personal secretarial de ESAN, quienes me ayudaron, en cierta manera, a que me graduara en el mes de Abril del mismo año.

Nuestro grupo de estudio había determinado un buen tema para Tesis, para lo cual debíamos ubicar a un profesor interesado, nuestra primera opción (y a la postre quien nos asesoró), al inicio se hizo de rogar, argumentando que no tenía mucho tiempo.

La segunda opción, era el profesor, y yo fui la encargada de solicitárselo.

El mencionado caballero me atendió muy amablemente, y me agradeció que hayamos pensado en él.

Muy solícito me sugirió que me apure en entregarle la carta de presentación, y me despidió con dos besos, uno en cada mejilla.

Muy contenta se lo comenté a mis compañeros de grupo, luego fui donde una secretaria de la escuela para solicitarle me ayude a preparar la carta.

Cuando le comenté a dicha secretaria el nombre de nuestro futuro “asesor”, ella se sorprendió y me comentó que sabía que dicho personaje viajaría pronto al extranjero, y no regresaría al menos en seis meses.

Para confirmarlo, tuvo la gentileza de llamar a un par de damas de diferentes áreas para comprobarlo, y ambas ratificaron que viajaría en unos días y regresaría en el mes de agosto, ¡luego de más de seis meses¡

Si el “asesor” no estaría en el país, sería imposible graduarnos en el mes de Abril.

Al compartir esta información con mis compañeros de grupo, ellos decidieron ir personalmente a confrontarlo, ¿cómo él aseguró algo que no podría hacer?, pero yo se los impedí, porque la valiosa información y ayuda de las tres damas quedaría al descubierto, y las podría perjudicar.

En medio de la congoja, encontramos en el camino a la primera alternativa, quien nos increpó que estaba esperando la carta para ser nuestro asesor, y la sangre nos volvió al corazón.

Pero es la segunda parte de la historia la que considero más importante.

Mis compañeros insistieron que yo debía ir a la oficina del profesor para informarle que ya teníamos un asesor. Yo no quería volver a ese lugar, debido a que era un hecho que él no hubiera podido serlo, pero por la insistencia de mis colegas, fui.

Al volver a la oficina del profesor, para agradecerle el interés por cooperar con nosotros y comunicarle que teníamos a otro profesor como asesor, el profesor insistió que él también quería formar parte del proyecto, que lo consideraba muy interesante, y que estaría muy gustoso que nosotros lo visitáramos al menos dos veces por semana, para revisarlo, (lo que hasta ahora no comprendo, es para qué dicho profesor insistía en su colaboración, si él sabía que estaría ausente del país durante los siguientes seis meses).

Me mantuve callada, le volví a agradecer, me despedí, volví a recibir un par de besos, uno en cada mejilla y me retiré de esa oficina.

Con este testimonio deseo agradecer a las tres damas, cuyos nombres guardo en mi corazón, porque me ayudaron a descubrir que dicho profesor ignora cómo decir “no puedo”.





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